Por unos instantes todo fue silencio. Solo se oía el viento entre los riscos y el murmullo del arroyo en el fondo de la honda quebrada, donde yacía su cuerpo inerte.
Cosco-Ina, con la esperanza de volverlo a ver, permaneció expectante durante varios días. Con su mirada hacia el cerro que, con su muda imponencia, parecía dictar la sentencia de un mal presagio.
Entre tanto se producía el regreso de los perseguidores de Camín, con los cuales esquivo el encuentro presintiendo una mala noticia que no quería escuchar ni concebir.
Fue así, que Cosco-Ina decidió alejarse del lugar, encaminándose hacia las montañas con el propósito de encontrar a su amado y escapar juntos.
Durante varias jornadas deambuló por cerros y quebradas, exclamando a cada paso, con todos las fuerzas de sus pulmones, el nombre de su dueño, sin obtener ninguna respuesta; hasta que en las posmetrías del tercer día, se dirigió hacia la cumbre del Supaj Ñuñú, con el fin de obtener más campo de observación; al tiempo que se derrumbaba una esperanza, una idea se iba encarnando en ella: encontrarlo vivo o morir junto a él.
Mientras ascendía la empinada cuesta una ansiedad infinita la impulsaba a trepar cada vez más y más rápido. Cuando de pronto, una bandada de jotes, que planeaban en círculos sobre un punto fijo y el norte del cerro, la hizo estremecer. Y presintiendo la tragedia, corriendo bajó hasta el borde de los abruptos despeñaderos, y agudizando la mirada pudo ver, horrorizada, lo que no quería ni siquiera comprender: el cuerpo de su amado que yacía en el fondo de la quebrada.
Abatida y sin consuelo, permaneció inmóvil largo tiempo, mientras que el dolor le carcomía el alma, y entre cortados sollozos que la ahogaban, la aferrada idea se convertía en decisión: morir junto a su amado.
Ya era muy tarde, el sol en el ocaso caía detrás de las Sierras Grandes, cuando Cosco-Ina, a modo de despedida, observó por última vez su terruño, y en un lastimero y largo grito exclamó “…Camin…” Y abriendo los brazos como intentando un planeo, saltó al vacío para ir al encuentro de su amor perdido.
Esta vez hubo silencio. El eco de las montañas repitió por mucho tiempo aquel grito lastimero: “Camin…Camin… Camin” Mientras la penumbra de la noche iba cubriendo con su poncho aquel lugar.
Allá en lo alto dos cóndores se elevaban hasta perderse en la inmensidad celeste de ese diáfano cielo de las sierras cordobesas. Desde entonces, al llegar la primavera, a orillas del arroyo de cantarinas aguas que vierten de los cimientos del majestuoso Supaj Ñuñú, las acacias rojas se cubren con sus racimos granates, como si fueran gotas de sangre, que se derramaron aquella vez en aras del amor, de la libertad y la fidelidad…